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Parte I: Olavarría, Argentina

Capítulo 3

Soria sale del Renault 12, la calle está en penumbras, acrecentada por un par de altos eucaliptus que hacen aún más oscura la noche. Un foco en la esquina es toda la iluminación disponible. Camina unos metros, sin separarse demasiado del vehículo. Espera al Gallego para entrar juntos a las caballerizas.

La zona es típicamente suburbana: algunas viviendas, separadas entre sí por amplios baldíos, donde pastan caballos y vacas, un vecino con una prolija quinta de verduras que se adivina en las sombras, cercada para evitar el paso de esos mismos animales. Soria evita pararse debajo de la luz de la esquina para no ser exageradamente visible. Prefiere mirar desde la oscuridad, se pasea fuera del área de influencia del foco.

Las caballerizas son eso: un lugar donde antaño se guardaban caballos de carrera. Las cuadreras son apreciadas en toda la zona rural. Carreras cortas, donde compiten dos o más caballos y se apuesta fuerte. Antes allí dormían caballos, ahora viven una decena de familias.

Soria mira la construcción en forma de U, levantada con bloques graníticos grises sin revocar, con un patio al centro. Tenues luces y un lejano sonido delatan la presencia de personas, cada familia ocupa un par de boxes. Soria prende su tercer cigarrillo de la noche, quiere dejar el vicio pero no puede, es más fuerte que él, cuando inhala profundamente el humo de la primera pitada de su 43/70, siente una mano que se apoya en su hombro. Se sobresalta:

            -La puta madre, Gallego, me asustaste.

            -Vamos –responde sonriente por su travesura infantil el Gallego, mientras comienza a caminar.

Soria lo sigue un par de pasos atrás. Unas pocas bombitas incandescentes, demasiado amarillentas, son la iluminación del patio general, las líneas de boxes fueron distribuidas de manera que cada familia ocupa dos de ellos: uno hace de cocina-comedor y el contiguo de habitación única. Se amontonan padres e hijos en el escaso espacio que antes ocuparon los pura sangre. Los que aún no duermen, permanecen en el patio, sentados alrededor de mesas, los adultos, y correteando entre juegos y peleas, los niños. El Gallego es un habitué del lugar, Soria lo percibe. Es conocido por todos, saluda a su paso a una mujer que lava los platos en una palangana de plástico roja y se dirige hacia un hombre, casi anciano, sentado en una reposera playera.

            -Don Gaitán –saluda con un apretón de manos – ¿Graciela está?

            -No, pero debe estar al llegar –responde el hombre, de unos setenta años-. Anda por el comedor.

            -Vamos para allá –dice el Gallego.

Regresan a la calle, en la penumbra que apenas disminuye la lámpara de la esquina, ven un par de mujeres  que salen de un pequeño garaje, con varios chicos que corren y gritan. Se acercan por la calle de tierra, cansadas de la larga jornada. La hiperinflación desató la hambruna que multiplicó primero el hambre y luego, como respuesta solidaria de los sufrientes, los comedores. Una solución insuficiente, construida desde abajo para que especialmente chicos y mujeres cenen los guisos que no tienen con qué preparar en sus casas. Allí quedan los hombres, cargados de vergüenza, que se las arreglan con mate cocido y pan como toda cena.

Los comedores pululan por todos los barrios pobres de cualquier ciudad o pueblo de la Argentina, también aquí en el Isaura. Soria acompaña con la vista el paso cansino de las mujeres que se acercan. El Gallego innecesariamente avisa: “ahí viene”. Esperan parados en la oscuridad. Soria quiere saber:

            -¿Quién es?

-Ella te va a decir, no te pongas ansioso –lo calma.

Enciende otro 43/70. Alarga el atado hacia el Gallego, invitándolo, pero el otro lo rechaza: “son demasiado fuertes, el médico me prohibió fumar, así que solamente fumo un rubio cada tanto, esos petardos ni mamado”, se excusa. Graciela y su acompañante ya están frente a ellos, al ver al Gallego la otra mujer se despide, dobla hacia su casa, un ranchito que apenas se alcanza a divisar en la penumbra.

            -Él es Soria –dice el Gallego como toda presentación, lo que indica que había anunciado antes su visita.

            -Venga –invita hosca Graciela, dirigiéndose a Soria, luego de estrecharle la mano.

Lo hace entrar al patio común de las caballerizas. El hombre de la reposera, Gaitán, al verlos se pierde dentro del box que hace de dormitorio. Graciela ofrece asiento en la reposera que hasta hace segundos ocupaba el anciano y ella hace rodar un tronco, para sentarse en él. El Gallego elige quedarse en la calle, el periodista no sabe si para vigilar por si alguien se acerca o para no escuchar lo conversado.

            -Estamos buscando a mi hijo Carlitos –empieza la mujer.

Soria escucha sin interrumpir:

            -Te cuento esto porque andás con el Gallego, si no, ni te lo diría, tengo tres hijos más y no quiero que les pase nada.

            -Contame cómo pasó… –pide Soria, ya tuteándola.

            -El Carlitos iba todas las semanas a nutriar a la laguna Blanca Chica, se conseguía unos bichitos, los vendía en la barraca de acá cerca, con eso me ayudaba a parar la olla. Como te das cuenta no la pasamos nada fácil.

“Así que son dos” piensa Soria, mientras escucha el relato de Graciela, que cada tanto se detiene para contener las lágrimas. No quiere llorar frente a ese desconocido, pero es difícil lograrlo. Soria escucha sobre Carlitos. Tiene 20 años, suele cazar nutrias en la laguna Blanca Chica, un lugar que no sabe dónde queda pero presume cercano, ya tendrá tiempo de averiguar al respecto.

            -No tenía trabajo, así que se las rebusca con la nutria –cuenta Graciela- va en la bicicleta que le prestó su tío hasta la laguna. Lo hace siempre, un par de veces cada semana, pero un día no supimos más nada, la bici apareció tirada en el camino vecinal, con dos nutrias en una bolsa de esas que se usan para el cereal.

            -¿Qué dijo la policía? –pregunta el periodista.

            -Que se cruzó con alguno en el campo y lo atropelló, pero el cuerpo no estaba. También dijeron que se ahogó, pero la bicicleta apareció a más de dos kilómetros de la laguna.

            -¿Vos qué pensás que pasó?

            -No sé, no sé –repite la mujer como para ella misma-. Lo que sé es que la cana sabe más que lo que dice.

            -¿El Gallego te dijo algo? –Soria no comprende el juego que desarrolla el Gallego.

            -Mirá, con el Gallego nos conocemos de pibes, éramos de acá cerquita, del barrio Eucaliptus, lo mismo que con Julio, el comisario de la segunda…

            -Sí, lo conozco –interrumpe Soria.

            -¿Sos amigo de Julio? –se sorprende Graciela.

            -No, amigo no –responde Soria- no tengo amigos, soy periodista.

La mujer duda, se arrepiente de la charla con ese extraño. Soria intenta retomar la conversación pero fracasa, por mentar a Julio se le acaban de cerrar todas las puertas. Graciela enmudece, hace señas al Gallego para que se acerque, al mismo tiempo que se aparta del periodista. Intercambias palabras que Soria no alcanza a escuchar, finalmente el Gallego le pide al periodista que se marche:

            -Andá, yo me quedo acá un rato más. Esperá en el hotel hasta que te contacte –indica.

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El Capítulo 4 lo publicaremos el viernes 5 de abril. Si querés recibirlo por correo electrónico, agregá tu mail en «SEGUIR». Los anteriores capítulos los encontrás acá.