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Tercera parte: San José, Costa Rica.

Capítulo 13

La Carpio es un barrio populoso de San José. Una especie de mesopotamia tercermundista, a la que encierran dos riachos: al norte el Virilla, que trae sus aguas desde la cordillera, y al sur el Torres, que posee el dudoso privilegio de figurar en los rankings de los ríos más sucios del mundo. Allí, entre esos dos ríos, se levanta una pequeña casilla de color óxido donde espera El Yiyo.

Sólo espera, es esa la tarea que le asignaron por el momento. Esperar. Mira el Chavo del 8 en un televisor de catorce pulgadas y ríe, como si fuera la primera vez que ve esos capítulos que ya conoce de memoria, si hasta parecen opacos de tantas veces que fueron emitidos. Cada tanto se asoma a la puerta de la casilla: un rectángulo de unos tres metros de ancho por cinco de largo, construido totalmente con chapas de zinc, a esta altura ganadas casi totalmente por el óxido, con una puerta y una ventana como únicas aberturas.

El Yiyo se asoma a la puerta, campanea, mira hacia la rivera del Torres, que cuando crece inunda la casilla con sus aguas mugrientas, contaminadas. Vigila que no ocurra nada extraño en la diagonal 53 y vuelve al interior. Su patrón le dejó bien en claro que no perdonará ningún descuido. El Yiyo sabe lo que eso significa, así que mejor estar atento, no van a tomarlo desprevenido.

            -Me cuidas a este mae –dijo el patrón- lo tienes hasta que venga a buscarlo.

El patrón le entregó un billete de diez mil colones para que no falte comida. Quiere que el argentino tenga leche, pollo, frutas. Como a un rico hay que tratarlo:

            -Que monche de lo mejor –ordenó.

El Yiyo cumple al pie de la letra las indicaciones de su jefe. Si bien el argentino no come mucho, porque duerme la mayor parte del día y cuando despierta se la pasa llorando, no deja que nada le falte, hasta chocolate trajo. El Yiyo lo mira: tiene su misma edad, los dos rondan los dieciocho, más o menos. Tirado en el catre, el argentino duerme o llora. El patrón ató su mano izquierda al respaldar de caño de la cama con un cable grueso de plancha, así que irse no puede, El Yiyo está tranquilo con eso, pero igualmente toma sus precauciones: tiene un fierro del .22 al alcance de la mano, sobre la mesa.

El argentino duerme en la cama del fondo, a su lado, como en L, está el otro catre, que utiliza El Yiyo, también hay un roperito chico pintado con esmalte sintético azul oscuro, una mesa cuadrada desbalanceada porque tiene una pata menos, tres sillas de madera descoladas, que se mueven todas cuando uno se sienta, y un modular, con un estante donde está el televisor. El Yiyo sentado frente a la mesita, con el calibre .22 a mano, mira alternativamente la tele y al argentino, que ahora duerme.

El patrón dice que lo llevará pronto, ni bien el doctor lo pida. El Yiyo no sabe a qué doctor se refiere. Tampoco pregunta, esas cosas están fuera de su alcance, lo sabe perfectamente. Aprendió de chico que escuchar, se escucha todo, pero no se pregunta nada.

El patrón sabrá lo que hace, por algo es el patrón.

El Yiyo hace siempre estos trabajitos: cuida argentinos hasta que el doctor los pide. Una vez incluso tuvo que acompañar a Ronald, uno de los culatas del jefe, hasta la clínica donde lo dejaron, no muy lejos de La Carpio, cerquita de acá nomás, en el Escazú, ese barrio de pitucos. Casi siempre son argentinos, Yiyo escuchó una vez que los preferían porque vienen mejor comidos y con buena salud. Además no era difícil sacarlos de su país, pero también le tocó cuidar en algunas ocasiones a un par de uruguayos, un peruano y, una vez, a un chileno.

El argentino llora, acaba de despertar, se vuelve demasiado cansador con dos o tres preguntas que a El Yiyo lo sacan de las casillas: ¿dónde estoy? ¿qué me van a hacer? Lo mismo preguntan todos. El Yiyo conoce la respuesta a la primera pregunta, ignora la de la segunda. Esa es una ventaja, no necesita mentir porque no lo sabe, no tiene más que retazos de conversaciones escuchadas al pasar. Igual prefiere no decir nada. Ni siquiera les cuenta que están en La Carpio, su barrio en la capital de Costa Rica.

Sólo cumple con lo que le mandan: cuida. Cuando el patrón le pague este trabajo piensa comprarse una Nintendo, así acorta las esperas jugando al Súper Mario Bros. El trabajo será más liviano cuando pueda enchufar la Nintendo al televisorcito y jugar al Súper Mario. El Yiyo es fanático del Súper Mario, desde que apareció se aficionó. En La Carpio no hay mae que le pueda ganar, él es el campeón.

Trató de hablar con el argentino del Súper Mario, pero el cagón llora y llora. A El Yiyo le gustaría saber si allá también lo juegan, pero el cagón no dice nada, como devolviéndole el silencio que El Yiyo mantiene frente a sus propias preguntas.

El patrón ya avisó que mañana lo llevan, vendrán Roland y Mambo Pérez. Así sucede siempre: aparecen en una van Toyota, blanca, bastante nueva, con vidrios negros. Roland, que tiene más cancha, se acerca al argentino que apenas comprende que lo van a trasladar  empieza a los gritos y las patadas.

            -Agárrenlo de las patas –ordena, así que El Yiyo y el Mambo lo sujetan tirándose arriba, aplastándolo con sus propios cuerpos, bastante cargados en kilos.

Roland con su mano derecha aprieta la boca del cagón, que no tiene más remedio que callarse, y con la izquierda le mete una píldora tranquilizante, la empuja con su dedo índice tan a fondo que al argentino lo que más le conviene es tragarla. Siempre es igual, cuando tragaron la pastilla hay que esperar unos minutos, no demasiados, porque siguen forcejeando, pero al rato toda rebeldía se acaba. Quedan calmos, mansitos, listos para el traslado.

Cuando está bien manso, Roland le ata la boca con un pañuelo, por si le vuelve la rebeldía, y las manos con el cable de plancha que lo aseguraba al catre. Lo suben a la van, en la parte trasera, Mambo va también atrás. El argentino no sabe ni lo que le pasa, y por lo que El Yiyo pispea, no volverá a saber nada ni de él mismo, pero nunca se sabe, por eso el Mambo se queda atrás, vigilando, mientras Roland maneja la Toyota, que toma por la diagonal 53, donde desaparece de su vista, seguramente rumbo a la clínica del Escazú.

El Yiyo se queda un rato más en la casilla, acomoda un poco el desorden generado por el forcejeo y luego cierra con candado la puertita.  Hasta la próxima vez que el patrón le ordene vigilar a un argentino.

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El Capítulo 14 lo publicaremos el viernes 14 de junio. Si querés recibirlo por correo electrónico, agregá tu mail en “SEGUIR”. Los anteriores capítulos los encontrás acá.