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Parte I: Olavarría, Argentina

Capítulo 1

“Ya no da más, lo tengo que cambiar, pero no tengo un mango”, dice Sergio, mirando el Peugeot 504, blanco, que usa como remís, demasiado desgastado, con un motor ruidoso que lo hace temblar cada vez que se pone en marcha. El otro apenas lo mira piadosamente en silencio: la obviedad de la afirmación lo exime de comentarios. “¿Quién va a querer subir a esa batata?” piensa, pero no dice nada, más que nada para no agraviar al propietario del 504.

Sentados en un banco de madera de pino, debajo de un eucaliptus, aprovechan la sombra. Hace calor a las tres de la tarde. Demasiado, un calor tan pegajoso que no lo mitiga ni la sombra, ni el tereré helado. Sergio sigue mirando el Peugeot blanco, pero no habla, no agrega palabras a lo ya dicho. El Gallego camina unos pasos hasta una planta de cedrón, corta un ramito y lo introduce en la jarra de agua en la que también vacía una cubetera de hielo: “con esto tiene otro gusto”.

Julio los mira desde la cocina de la casita, espiando por el espacio que dejan las hojas del ventiluz entreabiertas. No hablan, no porque estén disgustados, sino porque siempre fueron así, callados. Él es quien motiva las charlas, el motor de la relación, el núcleo. Los conoce desde la primaria, iban juntos a la Escuela 40. Acá a diez cuadras, en el barrio Los Eucaliptus.

            -Calor del ojete, la puta que lo parió –Julio se suma al grupo de sus dos amigos que siguen mateando a la sombra. Se sienta en un taburete de plástico blanco, cerca de los otros dos.

El Gallego le alcanza un tereré, que rechaza. No le gusta esa porquería. Sergio no dice nada.

          -¿Te acordás cuando nos quisimos afanar los huevos de las gallinas del tano Ambrosio? –pregunta Julio sin que se sepa a quién está dirigía la evocación que interpela sólo a uno aunque los tres participaron de los hechos. Tendrían unos diez años, no muchos más.

El Gallego larga la risa. Se acuerda. Entraron durante la noche a los gallineros del tano, querían hacerse unos huevos fritos y no tuvieron mejor idea que intentar chorearlos a las gallinas del italiano. A Sergio lo corrió un gallo, armó tanto despelote que el tano apareció con una carabina tirando al aire y a ellos no les dieron las patas para correr a esconderse en la rivera del arroyo.

            -Andá a buscarlo a la terminal –ordena Julio, que está acostumbrado a mandar porque es el comisario de la Seccional Segunda. Se dirige a Sergio, el propietario del Peugeot.

            -¿Yo tengo que ir?

            -¿Y quién si no, boludo? Si el remisero sos vos…

A los treinta minutos aparece de nuevo el 504, con Sergio y el pasajero.

            -A Sergio ya lo conociste –presenta Julio- este es el Gallego, él es Soria.

Se sientan los cuatro, alrededor de la mesa de madera, debajo de los eucaliptus. Julio pregunta si comió, Soria responde que no, entonces el comisario va hacia la casita: regresa con un chorizo seco, un par de panes, una tabla, un cuchillo tramontina y una cerveza. Sirve cerveza para los tres, el Gallego no se aparta de su tereré.

Soria corta un trozo generoso de chorizo, luego vuelve a cortarlo longitudinalmente y lo pone entre dos panes. Da un primer mordisco, mastica tranquilo, traga y apura un trago de cerveza, recién después pregunta:         

            -¿Qué sabe del pibe, comisario? –se dirige a Julio, por supuesto.

        -Nada que nos dé indicios: un pibe cualquiera de pueblo, sin vínculos con nada raro, sin entradas, no participaba en quilombos, no andaba a las piñas a la salida del boliche. Un pibe cualquiera. Nada que pueda sernos útil.

            -¿Habrá subido al ómnibus? –pregunta Soria al tiempo que enciende un cigarrillo.

            -Sí, lo vieron el chofer que le cortó boleto y un par de tipos más en la terminal, Sergio es uno de ellos. ¿Vos lo viste llegar, no? –Julio mira al remisero.

Sergio confirma haberlo visto al llegar: remera negra con el dibujo de una banda de rock, no recuerda cual. A Sergio musicalmente no lo sacan de la cumbia, tal vez algo de cuarteto, su cultura musical no incluye el rock and roll, imposible que recuerde el nombre de la banda en la remera del pibe, pero confirma que entró a la terminal, él estaba en la puerta, sobre avenida Príngles, esperando un pasajero que había llamado a la remisería para que fuera a buscarlo.

            -¿Nadie lo vio bajar? –insiste Soria-. Por ahí subió y bajó aquí mismo, antes de que arranque el ómnibus, o podría haber descendido en las estaciones intermedias…

            -Acá no lo vieron, si pensamos que desapareció por voluntad propia lo más lógico hubiese sido bajarse acá nomas, es decir subir y bajar del micro para despistar, pero no lo vieron –informa el comisario.

Soria comienza hacer un diagrama mental de las diferentes alternativas: la desaparición podría ser voluntaria o forzosa. En el primer caso, como dice el comisario, la mejor opción es subir al ómnibus y bajarse sin ser visto antes de se ponga en marcha. Después eso sería más difícil: en las paradas intermedias los otros pasajeros notarían su ausencia, o bien, en el recuento que hacen los choferes hubiesen detectado en qué pueblo faltó de su asiento. Al menos tendríamos el pueblo donde bajó, pero no hay nada. Lo más seguro es que si no subió y bajó en Olavarría lo haya hecho en La Plata, ciudad donde terminaba el recorrido del micro.

El periodista comparte sus especulaciones. Los otros asienten. Si se esfumó voluntariamente bajó acá mismo o al final de viaje, las estaciones intermedias son las opciones menos recomendables para desaparecer sin ser visto.

            -Nadie lo vio bajar –afirma el Gallego – No fue voluntario, lo bajaron en algún lado –parece totalmente seguro.

            -¿Y nadie se dio cuenta de dónde ni quiénes lo bajaron? –Soria ve difícil que eso ocurriera.

            -Por ahí se dieron cuenta… -insinúa Julio.

Soria lo mira. Bajarse de un ómnibus sin que pasajeros ni choferes adviertan la ausencia, es posible, pero bastante improbable. “¿Los choferes?” pregunta Soria. Julio responde con una mueca, mientras se sirve su segundo vaso de cerveza.

            -¿Los interrogaron?

            – Sí, parecen limpios –responde el comisario-. Pero nunca se sabe.

Voluntaria o forzadamente el pibe se esfumó, subió a un ómnibus y luego nadie más lo vio. En el origen del viaje, en una intermedia o al arribar a destino. Las alternativas no son muchas, pero se lo tragó la tierra. Soria repasa mentalmente las diferentes posibilidades, mientras muerde el último trozo del chorizo seco. Ya no hay pan, lo mete entero a su boca y mastica, mientras piensa…

            -Entonces llegó a destino –dice más como producto involuntario de sus pensamientos que como afirmación para que escuchen sus interlocutores.

Llegó a la ciudad, se perdió en la maraña de gente y fue ahí que le pasó algo. Lo mataron, está encerrado en alguna parte o simplemente se fugó por gusto propio sin dejar rastros.

            -Si hubiese sido una piba, pensaríamos en una red de trata –especula el Gallego- pero con un pibe de esa edad no cuadra.

            -¿Buscó la Federal? –quiere saber Soria.

Julio sonríe sarcásticamente. La Federal. Soria sabe de la histórica interna de los bonaerenses versus los federicos, sin tener que esforzarse demasiado adivina lo que el comisario piensa: “esos soberbios se rascan las bolas, dicen que buscan pero no hacen un carajo”. Lo piensa así, pero está frente a un periodista así que guarda las formas:

            -Ellos dicen que sí.

La charla deriva en otras alternativas, ninguna parece sólida. Una persona no se desvanece en el aire, y mucho menos encerrada en un ómnibus, con otros veinte o treinta pasajeros y un par de choferes, que llevan un recuento prolijo cada vez que se detienen. Soria cree que, si no fuera una historia real, sería el tema ideal para un policial negro, lo piensa pero descarta escribirlo. Alguno de sus amigos tal vez se interese. Él tiene que escribir apenas un artículo. No muy largo, mil palabras.

Se desinteresa de la charla que no aporta más novedades que las que ya tenía cuando subió al colectivo La Estrella en Retiro.

El comisario, el Gallego y Sergio abandonaron las especulaciones sobre el pibe esfumado y se enfrascan en una discusión sobre las chances de la selección argentina en el mundial de fútbol que se jugará el año próximo en Italia. Los tres, como el resto de los treinta y dos millones de argentinos, son técnicos. Soria no, él es un bicho raro al que no le interesa esa discusión bizantina. Repasa mentalmente posibles entrevistados, la única información destacada es la ausencia de info: nadie sabe nada. Se sabe que subió, y chau, no hay más datos.

A su artículo le sobran novecientas ochenta y siete palabras, con apenas diez puede resumir todo lo que conocen: un pibe sube a un micro y nadie más sabe nada de él.

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El segundo capítulo lo publicaremos aquí el viernes 22 de marzo, si querés que te llegue un aviso por mail: en la parte superior de la página hacé click en SUSCRIBIRSE y agregá un correo electrónico.